DOMINGO, SEPTIEMBRE 16, 2012
#300
Las efemérides poseen una magia que supera la lógica. Podemos argumentar, no sin razón, que fines de año, días de la madre o aniversarios, no son mas que convenciones que nos inventamos para darle un sentido, que va de lo comercial a lo nostálgico, a días que no son sino la sucesión de otros días iguales. Pero por mucho que traten de convencerme que el día de la madre “debería ser todos los días del mundo” o que el 31 de diciembre no es sino un día inventado por el papa Gregorio XIII para poder darle final al ciclo de 365 días, me emociona llamar a mi Mamá en su día y repartir abrazos a diestra y siniestra los fines de año. No es diferente con esta columna. La que leen en este momento es la número 300 que escribo (¡Casi seis años!), y aunque podría argumentarse que 300 es tan digno como 299 o 301, no niego que se trata de una cifra que me provocaba celebrar desde que me di cuenta que me iba acercando a ella. ¿La dedicaría para hacer un resumen? ¿Sería acaso una carta abierta que no termina de cuajar y que sigue en pendientes? No lo sabía. Solo sabía que quería que fuese especial para mi; y ya en deuda con la entrega a la redacción de El Nacional de estos caracteres que a veces se vuelven infinitos, me dieron un paquete. Adentro de él, un niño de 13 años llamado Gabriel me dejaba de regalo por escrito mi preciado artículo 300.
“Hola Sumito soy Gabriel, te fui a visitar a Mondeque en el mes de Abril, y me gustó mucho la atención que nos diste, no se si recuerdas que soy de Pto. Ordaz. Esa vez que vine solo comí una torta de chocolate porque soy alérgico a los productos de mar, me dijiste que cuando volviera te avisara para ver si era posible cocinarme otra cosa que no fuera del mar. Tengo 13 años y me siento orgulloso de tu trabajo. Te dejo este pequeño obsequio que representa varias zonas de Venezuela como agradecimiento por tu buen trato. Gracias por todo”. La nota manuscrita con letra de niño pero con la ortografía impecable que muchos desearíamos, venía acompañada de una franela con un “Yo ♥ Venezuela” y figuras de madera de frutas venezolanas para pegar en la nevera con imanes.
Más allá de lo increíblemente halagador que fue el regalo, de lo arrugadito que me quedó el corazón, con su nota Gabriel resumía lo que nos ha pasado en esta última década.
Esta es la década en la que la cocina, fundamentalmente gracias a la televisión, se convirtió en un fenómeno de masas que democratizó el espectro de quienes la entienden como fenómeno cultural y la ven como opción. Los cocineros salieron de sus mazmorras anónimas, en donde estaban encerrados a cal y canto por quienes consideran un delito las desviaciones de lo artesanal y del acervo imperturbable, para convertirse en parte de una sociedad que construye identidad evolucionando de manera orgánica. Hace diez años un Gabriel de 13 años probablemente no habría considerado al oficio de la cocina como opción existente, y el que un niño ahora vea con aprecio a los gestores de algo tan intangible como la cocina, vale el peso de esas letras en oro.
Más importante aun, Gabriel asocia la cocina a una forma de identidad de lo que somos como país. En tiempos en los que el nugget se impone en ese adefesio llamado “comida para niños”, que no es más que una forma de robarle a ellos su memoria gustativa, el que un niño decida dar como ofrenda figurillas de frutas tradicionales que, y vuelvo a citarlo, “representa varias zonas de Venezuela”, implica que estamos ante una generación que asocia su despensa y sus aromas de manera inequívoca a lo que somos. Pudo haberme dejado la nota. Pudo haberme inclusive dado los imanes. Pero también metió en la bolsa una franela que dice Yo amo a Venezuela. Una cosa es ofrendar por admiración, y una muy distinta es considerar el sentido de pertenencia como la ofrenda misma.
Muchos en este país están trabajando para que logremos una marca-país que, más allá de los necesarios logotipo y eslogan, permita apuntalar el mercadeo de Venezuela desde su cúmulo de valores inmateriales. Los países que lo han logrado han probado con creces (y con su ejemplo) lo positivo que ello ha sido para su crecimiento, tanto psicológico como económico, de sus habitantes. Creo firmemente que nuestros valores gastronómicos poseen la solidez suficiente como para ser elemento protagónico en la fórmula que busca esa meta. Para lograrlo se necesita trabajar duro y documentar sin parar, pero sobre todo se necesitan Gabrieles que, cándidamente y sin tapujos, sientan que somos el mejor país del mundo, con la mejor comida y las frutas más bellas.
A Gabriel de Bastos, con infinito agradecimiento le dedico esta columna 300. No por cosecha, sino por el futuro que nos prometen esos niños que en un quinquenio estarán tomando decisiones.
Sumito Estévez
El Nacional
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